UN POCO DE HISTORIA

Cuando Pedro Pidal y Gregorio Pérez pisaron por primera vez la cumbre del Naranjo de Bulnes eran conscientes de que hacían historia. Sin embargo, probablemente no intuían que su hazaña sería el punto de partida de la escalada de dificultad en España. Hoy, cien años después, el Picu sigue alimentando las fantasías de los amantes de lo vertical.


Foto: Sebastián Álvaro 
El Naranjo de Bulnes 
El 5 de agosto de 1904, don Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa, se dirigió temprano a la base del Naranjo de Bulnes con una única idea en su mente, una idea que le obsesionaba desde hacía meses: subir a la cima del Picu Urriellu.

Pese a que ni siquiera es la montaña más alta de los Picos de Europa, el Naranjo de Bulnes es un monolito de piedra vertical que a principios de siglo se consideraba “inaccesible”, pues ninguna de sus vertientes parecía ofrecer una ruta obvia de escalada hasta los 2.516 metros de su cumbre.

La primera ascensión se estaba convirtiendo en un codiciado reto y no eran pocos los montañeros extranjeros que se acercaban al Naranjo atraídos por su fama de inaccesibilidad. Al aristócrata, amante de la caza, le aterraba la posibilidad de que no fuera un español el primero que pusiera los pies sobre una cumbre tan emblemática de sus amados Picos de Europa, así que decidió ser él mismo quien llevara a cabo tan arriesgada hazaña. 
“¿Qué idea me formaría de mí mismo y de mis compatriotas si un día llegara a mis oídos la noticia de que unos alpinistas extranjeros habían tremolado con sus personas la bandera de su patria sobre la cumbre virgen del Naranjo de Bulnes, en España, en Asturias y en mi cazadero favorito de robezos?”, escribió.

Para llevar a buen término su propósito, Pidal se hizo con una moderna cuerda fabricada en Londres y convenció a Gregorio Pérez, un labriego de la zona al que se conocía como “el Cainejo”, para que fuera su compañero en la ascensión.

Así pues, aquella mañana, junto al “Cainejo”, el aristócrata se dirigió a la base de la pared norte, en donde había divisado una fisura que podría conducirlos hasta la cima.

Conforme fueron ganando altura, la niebla fue envolviendo la montaña, lo que ayudó a los dos escaladores a mitigar el temor que produce la visión del vacío.

A mitad de escalada, Gregorio Pérez, que siempre fue de primero, se encontró un saliente en la chimenea que le hacía imposible la progresión. El noble subió hasta donde se encontraba el labriego y no dudó en sugerirle que trepase sobres sus hombros, incluso sobre su cabeza, para superar lo que desde entonces se conoce como “la panza de burra”. La dificultada quedó atrás y el camino estaba abierto hasta la cima, donde los escaladores formaron una gran pirámide de piedras como muestras de su paso por allí.

La bajada, por el mismo lugar por donde habían subido, resultó tan arriesgada o más que la subida. El “Cainejo” descendía a Pidal con la cuerda y luego destrepaba con gran dificultad tramos muy verticales. En el paso más delicado, la pareja, que desconocía las técnicas de rápel, tuvo que empotrar la cuerda con piedras para destrepar y cortarla más abajo, una vez superado el lance.

Pidal y Pérez fueron auxiliados por unos campesinos de la zona cuando regresaban exhaustos y extraviados en la noche por los caminos de vuelta al poblado. Habían hecho historia.